sábado, diciembre 31, 2005

En las lindes que separan el 2005 del 2006 han colocado los astrónomos, o los relojeros, un segundo de más, un segundo añadido.
Es un tiempo fuera del tiempo, un lugar ucrónico, algo que no existe.
Allí quizá todo sea perfecto.
Allí quizá valga la pena vivir.
Allí, entonces.

jueves, diciembre 29, 2005

Ahí va una de esas cositas que circulan por internet y que nos hacen sonreír a veces.

Curiosa lápida con mensaje anagramático:

JOHN
FREE YOUR BODY AND SOUL
UNFOLD YOUR POWERFUL WINGS
CLIMB UP THE HIGHEST MOUNTAINS
KICK YOUR FEET UP IN THE AIR
YOU MAY NOW LIVE FOREVER
OR RETURN TO THIS EARTH
UNLESS YOU FELL GOOD WHERE YOUR ARE.
MISSED BY YOUR FRIENDS

(Traducción)
Horizontal:
John, libera tu cuerpo y alma, despliega tus poderosas alas, sube a las montañas más altas, da patadas al aire... ; ahora puedes vivir para siempre o bien volver a esta tierra a menos que ya te encuentres bien allá donde estás. Tus amigos te echan en falta.
Vertical: ¡Jódete!

Si non è vero, è ben trovato...

martes, diciembre 20, 2005

Me pidieron -hace unos meses- para una selección de redactores en cierta revista -ni siquiera supe de qué tipo de revista se trataba- un artículo de mil palabras. Era una encerrona, pues, en principio, sólo se trataba de rellenar un inocente formulario; hasta que te topabas de bruces con esa exigencia. Casi nada, mil palabras. Así que, inasequible al desaliento, como dicen ahora los periodistas, me puse a pergeñar un artículo sobre el arte de hacer artículos. Y salió esto:

Un soneto me manda hacer Violante... ¿Cómo explicar con tanta brevedad un proceso de creación a veces tan complejo? Escribir un artículo requiere poner en marcha mil estrategias distintas (mil he dicho, como las palabras exigidas para este ensayo). En primer lugar, saber a quién va dirigido el artículo. No es lo mismo escribir para un adolescente que para un jubilado, ni lo mismo es escribir para una revista universitaria que para un newsletter de una compañía de impresoras. Una vez definido el lector es preciso atinar con el tono. El artículo puede ser profundo y exhaustivo, ligero, irónico, crítico, condescendiente, frustrado, sincero, cínico... Yo diría que hay tantos tonos posibles como estados de ánimo. De ahí que la maestría del articulista no sea escribir tal como lo siente, sino saber impostar el tono que mejor vaya con el artículo. Ya lo dijo Pessoa: el poeta es un fingidor; y el escritor de artículos es un poeta de lo cotidiano, un artista de la actualidad, un creador de obras efímeras que sólo debe aspirar a dejar un poso amable en el lector. Tenemos, pues, lector y tono; es el momento de trabajar el contenido. No hay temas difíciles en esta vida. En ocasiones, lo realmente complicado es hallar información sobre un determinado aspecto. Internet ha sido quizá la mejor herramienta de ayuda para salvar este escollo. Sin embargo, no todo el monte es orégano. Hay que discriminar la información para evitar que los árboles no nos dejen ver el bosque. Un buen artículo nunca se confecciona con el corta y pega. El lector actual ya no se deja engañar y sabe muy bien obtener información por su cuenta, de modo que es inútil venderle una ristra de datos que él mismo puede conseguir en menos tiempo que a mí me cuesta redactar este artículo. La información debe ser digerida y luego regurgitada. El escritor de artículos es una especie de camello que atraviesa los desiertos de la comunicación (nada más desalentador que una búsqueda en Google con 3 millones de resultados), para descansar en el oasis donde rumia todo cuanto su ávido estómago fue capaz de asimilar. Así, cuando se escribe un artículo, la información ya ha reposado en nuestro cerebro, ha pasado los filtros de la razón y del buen sentido, y está preparada para tomar forma ante el papel o la pantalla. Si este proceso se ha cumplido con éxito, tenemos ya medio ganado el sueldo, pues sólo nos queda esa labor de esculpido en palabras. He dicho sólo nos queda, pero ese sólo es, a veces, aterrador. Porque esculpir en palabras es el arte de escribir, y eso cuesta lo suyo. ¡Cuántas buenas ideas se han perdido porque quien había de transmitirlas era un pésimo comunicador! Y que me dicen de los malos redactores, con sus circunloquios y sus confusiones, sus idas y venidas sin un punto de llegada claro. Por no hablar de las faltas de ortografía, ¡horrible! El escritor de artículos debe sortear mil nuevos obstáculos (otra vez mil, me traiciona el subconsciente) a la hora de redactar y de poner en orden su información. Ya sabe el tono, el lector e incluso el contenido; ahora acomete la materia prima, esas palabras juguetonas que parecen decir lo contrario de lo que se quiere. Domarlas es su labor, reducirlas a un discurso claro y ordenado. ¡Qué fácil! Sí, para el primer artículo, o para los diez primeros, pero... ¿cómo no repetirte? ¿cómo conseguir que el lector, siempre exigente, siempre cruel, mantenga la atención si no ofreces un estilo variado en cada uno de tus artículos? Ahí está el quid. Es necesario que el articulista, además de camello, sea camaleón, que consiga disfrazarse y cambiar de estilo como de camisa, venderse siempre como un animal nuevo, aunque él mismo se considere ya un dinosaurio de la comunicación. Si llega al lector con cada artículo como si fuese el primero, como si cada texto fuese una veta nueva en el filón, el redactor habrá conseguido su propósito. Hay que reconocer que ciertos lectores gustan de determinados estilos; se solazan reconociendo determinadas formas de escribir. Eso vale para el escritor de novelas, o incluso, si me apuran mucho, para el articulista de opinión consagrado. Pero el humilde artesano de la palabra ha de conformarse con renovarse o morir. Ser el ave fénix de las publicaciones periódicas, surgir de la ceniza del número anterior redivivo en el nuevo. Solo con el lustre de la novedad se puede sobrevivir a la actualidad: los clásicos dormitan en las bibliotecas, no en los quioscos. Bien, ya sabemos que hay que redactar con un estilo siempre nuevo, siempre actual, siempre proteico. Ya hemos organizado nuestro discurso con las premisas anteriores. Ahora sólo queda pulirlo. El proceso de pulido depende en buena medida del tiempo de entrega. Si nos han pedido un artículo para entregarlo en un mes, lo normal es alcanzar los cinco o seis borradores. De hecho, cada vez que lo leamos, es lógico que cambiemos aquí un punto, allá un adverbio, acullá una cita. Si el periodo de entrega es de unas horas, la cosa se complica, pero no más allá de tener que releer con mayor premura lo escrito. Nunca debemos dar por definitiva una primera redacción, pues eso supone pecado de soberbia, además de un gran error de redacción. Lo ideal es que el texto madure un tiempo (¿horas, días?, depende... ) y que el redactor lo vigile con el celo de un estricto sommelier. Una vez decantadas las palabras, el artículo cobra una vida, a menudo, insospechada para el propio autor, que lo lee como algo ajeno, aunque bello. Si es esa la sensación, habremos conseguido nuestro propósito. Si no somos capaces de leer nuestro artículo como un objeto gratificante, todo el trabajo se irá al garete y habremos decepcionado al lector, al editor y a nosotros mismos (quizá, en estos casos, los mayores estafados son los propios autores, pues descubren su incapacidad de crear). Y al abrir la revista, ahí en un rinconcito, ese pequeño trozo de texto, sangre de nuestra sangre, que nos recuerda las siempre complicadas travesías por el desierto de la redacción.
Fin.

No volví a saber nada de los supuestos editores de la revista, a los que no sé si les cogería un mal dolor después de tanta elucubración. A ustedes espero que no les haya pasado lo mismo.

sábado, diciembre 17, 2005

1.- Los clásicos son esos libros de los cuales se suele oír decir: Estoy releyendo... y nunca Estoy leyendo...
2.- Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.
3.- Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.
4.- Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.
5.- Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.
6.- Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.
7.- Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).
8.- Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.
9.- Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.
10.- Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.
11.- Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.
12.- Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél reconoce enseguida su lugar en la genealogía.
13.- Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.
14.- Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Italo Calvino (Por qué leer los clásicos)

Creo que no hay nada más que añadir.

jueves, diciembre 15, 2005

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A vueltas una y otra vez con la Ley de Educación, siguen oyéndose barbaridades de uno y otro lado. Los más pacatos insisten en los derechos de los padres a elegir colegio para sus niños, colegio privado pagado con dinero público, colegio que se permite reservar el derecho de admisión, con lo que acaba convertido en una reserva de niños-clasemedia, en demasiadas ocasiones mimados -o alejados de la suciedad- a costa de los impuestos de todos.
Pero también los más progresistas pecan de roussonianos e insisten en una educación con igualdad para todos, negando la evidencia de que no todos somos iguales, que ni siquiera la sociedad que espera a los chavales cuando salgan de los estudios se cree eso de la igualdad y, simple y llanamente, va a seleccionar a los mejores y se va a deshacer del resto. ¿Por qué engañarlos, entonces, con vanas palmadas en la espalda durante tantos años? ¿De qué sirve obligar a un chaval a permanecer en un instituto durante cuatro o seis años, las manos en los bolsillos, escuchando historias que se la traen floja, en lugar de prepararse para la vida civil? Porque lo que no se cree nadie es que las enseñanzas actuales preparan a los jóvenes para la vida adulta. De eso, nada. Sólo sirven a un bajo porcentaje que obtendrá provecho de ellas, mientras la gran mayoría pasa esos años sin pena ni gloria, soportando y sufriendo un sistema diseñado por adultos que miran hacia otro lado.
Casi no me queda tiempo para hablar de la religión en las aulas, algo que crispa al más pintado. Me decía el otro día una amiga mía, francesa y muy cerca ya de los cincuenta años, que ella estudió en Francia en un colegio de monjas y que, como es obvio en ese tipo de centros, tenía la asignatura de religión, aunque no era evaluable. Un día, llegó una alumna nueva y se extrañó de que no hubiese nota de religión. La monja responsable de la asignatura sólo le dijo: ¿Acaso es evaluable la fe?.
Añado yo que quizá si a uno le suspenden la religión, lo más lógico sería entregarle, en lugar del boletín de notas, la carta de excomunión, ¿o no? Bueno, a ver si aprendemos ya lo que significa mantener en un estado laico una escuela confesional y tomamos medidas para resolver estas esquizofrenias sociales, aunque para ello haya que mirar a nuestros volterianos vecinos del norte.

sábado, diciembre 10, 2005

Existe un magnífico ensayo, Historia universal de la destrucción de libros, de Fernando Báez, que resume de manera amena -todo lo ameno que puede resultar este asunto- la accidentada historia de libros y bibliotecas que sucumbieron a los desmanes de distintas civilizaciones -y perdón por lo de civilizaciones-.

Es interesante descubrir que, a veces, grandes hombres, en el seno de grandes culturas de variado pelaje, acabaron por convertirse en bibliocastas, en quemadores de libros. Y no solo por cuestiones religiosas o ideológicas, sino por la simple aniquilación del adversario.
Cuando destruimos libros, acabamos con la memoria de las cosas y de los pueblos. Bastantes culturas son ninguneadas, en muchas ocasiones, por no tener libros, por no testimoniar por escrito su paso por la historia. Y en ese proceso de exterminio de la memoria, han intervenido mongoles, egipcios, sumerios, cristianos, judios y musulmanes.

Por eso, cuando ya hace un tiempo que reposó la lectura de ese ensayo sobre la sinrazón humana, sigo mirando mi biblioteca un poco como el personaje de Auto de fe, aterrado por la sospecha de su desintegración, pero tentado siempre por el extravío de la locura destructora.
A veces, sólo se consuma el amor hacia aquello que se pierde, definitivamente.


jueves, diciembre 08, 2005

En ocasiones, me veo de chico, de muy chico, y me pregunto:
¿qué tenía en la mente durante tantas horas al día?




Me quedo sin respuestas, mirando como un lelo mi cara pretérita, soñando con lo que fui, soñando con lo que nunca más habrá de ser.
Entre las brumas de los días, mi alter ego me mira desconfiado, como un desconocido al que asaltan los fantasmas del ayer. Creo que no sospecha lo que se le viene encima...

miércoles, diciembre 07, 2005

Dice Elias Canetti en uno de sus aforismos:

Hay cierta tristeza en las palabras desnudas, pero yo no soy sastre, y antes que probarles un traje prefiero seguir triste.

Palabras desnudas con las que vivimos día a día y que se convierten en nuestra residencia, un patrimonio del que no nos podemos desprender, que nos acompaña a lo largo de la vida, para bien o para mal, y al que, a menudo, volvemos una espalda resignada.
Palabras desnudas que nos ayudan a amar y a odiar, filos de navaja, plumas, acero, carbón. En esa desnudez con la que impúdicamente nos relacionamos con los demás, las palabras abren caminos o dinamitan puentes, arañan, escupen, acarician, arropan.
Son las palabras nuestro lecho; estación de llegada o tránsito de estos caminantes cansados que hablan o escriben. Y, de tanto vivir en ellas, acabas tomándoles cariño. Para terminar enamorado como un bobo de tus palabras, de todas las palabras.

Como también decía Canetti:

Algunas palabras tienen tantos sentidos que vale la pena haber vivido sólo para conocerlas.

Porque, ¿habría mundo si no hubiese palabras?

sábado, diciembre 03, 2005

Soy un apasionado de esa época literaria que constituyeron las tres primeras décadas del siglo XX en España. Un mundo agitado de efervescencia cultural rodeado de miseria, mucha miseria. Pero la literatura nos salva de la vida, y he querido recoger unas citas del gran crítico y novelista Corpus Barga:

"Se llama obras maestras literarias a las obras más citadas por los profesores de literatura.
La literatura se diferencia de las demás artes en que todo el mundo puede profesarla. Hay quien se alaba de no entender la música. Hay quien confiesa su desconocimiento de la pintura. No hay quien no se crea entendido y conocedor, con derecho a voz y voto, en literatura.
Toda obra literaria, a fuerza de equívocos, puede llegar a ser una obra maestra.
(...)
Cada generación nueva es la revancha de otra antigua, de los olvidados."

Así se teje la historia, así se construye el mundo: olvidados y revanchistas, trama y urdimbre, haz y envés de vencedores y vencidos.
Vivo en una ciudad cuyo acontecimiento estrella del año es la apertura de un centro comercial. Los jubilados han supervisado con escrupulosa minuciosidad el desarrollo de las obras. Ahora que está a punto de abrir sus puertas, las gentes peregrinan en tropel para no perderse en las tertulias de los próximos días:
-¡Vaya pedazo de edificio!
-¡Por fin tendremos algo más nuevo que los capitalinos!
-La prima segunda de una cuñada de mi vecina es jefa de personal. Si quieres, le digo que te coloque.
-El día que abran ya me tienen aquí la primera.
-Pues, yo paso. Vendré un día por la novedad, pero me gusta más el comercio tradicional.
-¡Papi! ¿Comeremos en ese restaurante tan alto?
-¡Joder! Todavía no hemos abierto la calle al tráfico y el notas ése ya está aparcando en la puerta, encima de la acera.
-¡Eh!, ¡tú!, que esos adornos no son para tirarlos.
...
Desde luego, algo se mueve en la vida cultural de esta ciudad. Para que luego nos llamen provincianos...
Solo existe en el mundo algo peor que un domingo por la tarde:
Un sábado que parece un domingo.
Esas calles tan de domingo, esas montañas con sabor a fin de semana que se acaba...
¿Será que se equivocó el calendario?
¿Acaso algún domingo se infiltra como espía en estos sábados de tenues claroscuros?
Creo que tendré que salir al bullicio para convencerme de que hoy es sábado, o de lo contrario sucumbiré a la languidez dominical de esas tardes interminables de invierno, de esos fines de semana que, antes de llegar, ya se han acabado.
Chao.

viernes, diciembre 02, 2005

Me escribo, me describo
en un lazo
mortal
de necesidad,
necesidad de describirme
de escribirme
como si fuese otro,
otro que me escribiese,
otro yo, todo yo.
Me agoto y
me agosto
en una ardiente
esfera de tinta,
de tinte,
detente.
En el correr de los días,
un ruido, un eco,
el sabor discreto
de las palabras
que se van
hundiendo
lejos,
allá,
...
La semana pasada, algunos diarios, entre ellos EL PAÍS (líder de la prensa nacional en España) recogían como noticia que un diccionario de ideas afines de la editorial Herder presentaba dentro de la voz "homosexual" otras ideas afines como "pervertido", "perturbado", etc. En esa ocasión, el redactor de la noticia afirmaba que habían hablado con la editorial -que pensaba retirar los ejemplares de la librería, como si eso fuese a cambiar la mentalidad de algunas personas-, pero que no habían conseguido hablar con el autor, Fernando Corripio, por hallarse en paradero desconocido.
Esta semana, en una breve esquinita del mismo diario, se aclaraba que Fernando Corripio difícilmente podía responder a sus valoraciones sobre el término homosexual, entre otras cosas porque llevaba muerto desde 1993.
Algo que suelen olvidar a menudo los periodistas es que ni la lengua ni los diccionarios discriminan a nadie: en el peor de los casos, recogen los (perversos) usos que las personas hacemos de ella. Como siempre, lo fácil es fusilar al mensajero. No intento disculpar a nadie, pero a veces juzgamos a personas de otras épocas con los patrones culturales de la nuestra. Nos atrevemos a decir que tal autor o tal otro son machistas, racistas, antiguos, etc. cuando, lo más seguro, es que incluso fuesen avanzados a su época. Si leemos el "De institutione femina christiana" de Juan Luis Vives con los ojos de hoy día, nos parecerá un rancio machista, cuando en su contexto era un auténtico innovador.
Dejemos, pues, al pobre Corripio descansar en paz y ocupémonos de las vigas en el ojo propio, que las del ajeno ya crían malvas.

Y puestos a soliviantar al personal con noticias preocupantes, más vale fijarse en una encuesta, también publicada ayer, que recoge que el 80% de las adolescentes cree que puede haber amor detrás del maltrato y que los celos son un buen atributo del amor. Unos resultados que ponen los pelos de punta, ya que señalan que el problema de la violencia doméstica no parece que vaya a solucionarse, al menos, en la próxima generación. En el mismo lote se recogía que los chicos, uno de cada tres, no ven mal que se rechace o discrimine a los homosexuales. En fin, que el mundo está cada vez peor.