sábado, mayo 20, 2006

Falsa autobiografía
Es posible que muchos de los matoncitos (bullying lo llaman ahora) que había en mis tiempos del cole se hayan convertido en probos ciudadanos; algunos habrán seguido las malas sendas que conducen a la trena o a los suburbios de la marginación. Pero lo que me atormenta hoy es que yo, que nunca fui uno de ellos, que siempre respeté las reglas del juego, oiga reproches acerca de no ser un tipo duro y que, con la edad aún tenga que soportar que me los pongan como modelo de hombre macho, muy macho.
Sobreviví en todos mis años de escuela entre chicos uno o dos años mayores que yo -por ser más listo de lo normal, me adelantaron un curso-, y tuve que lidiar con malas bestias que no entendían que un alfeñique -siempre fui poca cosa- los dejase en evidencia intelectualmente.
De este modo, y como auténtica herramienta de subsistencia en medios hostiles, desarrollé el mágico poder de la palabra, con el que llegué a convencerme de que todo se arregla hablando, que la violencia siempre es gratuita.
Me jodía bastante que las chicas no lo entendieran así. Y me elegían para hablar, pero para el ligue acababan con los malotes. Aquellos matoncitos seguían pisando mis ilusiones. Y todo por no ser un tipo duro.
Me estaba convirtiendo en un friki, nerd, como quiera que lo quieran llamar, casi condenado a matarme a pajillas oyendo a Kraftwerk o a coleccionar cromos del Lord of the Rings en una caja de galletas danesas.
Pero tenía la confianza de que cuando me relacionase con adultos, o mejor con adultas, mi don de la palabra superaría la falta de dureza. Y lo conseguí por un tiempo, pero, a la larga, todas acababan prefiriendo a tipos duros que las sacudían de un lado a otro, que les escupían palabras, esas palabras que yo veneraba.
Así que aquí ando hoy. Maldiciéndome por haber crecido entre matoncitos, por no haber tenido unos bíceps de arroba y media, por no ser mal hablado y cagarme en la madre que parió a todo el mundo.
He superado las barreras de la edad, pero en la última me he clavado el palo en la entrepierna, y en lugar de una blasfemia sólo me sale un grito en sordina, un educado mecachis que, como buen dialogador conmigo mismo, me consuela y me satisface como si fuese una pajilla mental.
En fin, más de lo mismo.