martes, junio 13, 2006

Un maestro

Me acabo de enterar de que ha muerto mi maestro. Se llamaba Hipólito Álvarez -todavía conservo los boletines de notas del colegio, con su letra picuda, desmesurada-. Era un gran hombre, no me cabe duda. Hasta sus últimos días, veintitantos años después de tenerme como alumno, guardaba de mí un cálido recuerdo, y sus palabras de apoyo al saber que yo había seguido sus pasos para acabar siendo profesor, son testimonio de su maestría.
Don Hipólito era un hombre de claroscuros: parecía duro, casi guardia pretoriano, y, a la vez, educado y amable. Recuerdo que fue el primero que nos habló de la reproducción humana, en una época en la que los niños seguían viniendo de París. Se inflamaba con la memoria de los discursos de Castelar -qué raro se me hace todo, el sonoro nombre de Castelar en tiempos de Franco, con referencias a la Plaza del Caudillo, antes de Castelar, en esos años en que cuestionar los nombres era tan peligroso-.
Suena tópico decir que fue un padre para mí, pero lo cierto es que conoció a mis hermanos, a mis padres, a mis sobrinos y a mis hijas, así que formaba casi un anexo de nuestra familia.
He pasado buenos ratos, ya como padre, oyéndolo contar historias de jubilado en el parque. Historia emocionantes que formaban parte del patrimonio oral de cualquier español que se precie de su historia. Siempre le decía que tenía que escribir sus memorias, pero él ya estaba cansado.
Le perdí el rastro hace un año y pico. Tuvo que ir a una residencia -lamento no haber pasado a saludarle en más de una ocasión en que lo pensé-. Después yo me marché a otra ciudad y no había vuelto a saber nada hasta que hoy mismo me avisaron de su entierro.
Con él se muere una parte de mi historia, con él entierro algo de mi infancia.
Y me siento orgulloso de ser un maestro, de recoger en parte su legado.

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