domingo, mayo 24, 2015


Todas las noches antes de dormir me subo a un tren y pienso que voy a conducir por antiguas vías perdidas, cerradas al tráfico. En los minutos de tránsito entre el sueño y la vigilia, imagino curvas, puentes y túneles, y trazo un recorrido casi milimétrico y un poco enfermizo por los mapas de una geografía extinta. A veces, ese viaje continúa en el sueño real, lo que dota de lógica y sentido a todo aquello que empezó siendo una ficción. Sueño a veces que llevo un mercancías por una áspera ruta entre montañas, y otras veces tengo que doblar turnos para que miles de viajeros no se queden en tierra. Seguro que todo esto tiene su razón de ser, seguro que busco en sueños los caminos que se me ocultan durante el día. Sin embargo, lejos de sentirme angustiado, me encanta recordar esas noches de kilómetros sin fin, de traviesas rotas, de carriles oxidados, de olor a creosota, de estaciones con cristales rotos; esas noches de postes carcomidos y aisladores rotos, de piñas de carbón junto a garitas desvencijadas, de postes kilométricos hundidos entre zarzas, de restos amarillos de telefonemas. 
Al levantarme trazo una nueva línea en el mapa imaginario de los sueños; cada día quedan menos destinos por recorrer, pero sé que siempre hallaré un tren dispuesto para mí, un tren sin destino pero con esperanza.

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