sábado, diciembre 10, 2005

Existe un magnífico ensayo, Historia universal de la destrucción de libros, de Fernando Báez, que resume de manera amena -todo lo ameno que puede resultar este asunto- la accidentada historia de libros y bibliotecas que sucumbieron a los desmanes de distintas civilizaciones -y perdón por lo de civilizaciones-.

Es interesante descubrir que, a veces, grandes hombres, en el seno de grandes culturas de variado pelaje, acabaron por convertirse en bibliocastas, en quemadores de libros. Y no solo por cuestiones religiosas o ideológicas, sino por la simple aniquilación del adversario.
Cuando destruimos libros, acabamos con la memoria de las cosas y de los pueblos. Bastantes culturas son ninguneadas, en muchas ocasiones, por no tener libros, por no testimoniar por escrito su paso por la historia. Y en ese proceso de exterminio de la memoria, han intervenido mongoles, egipcios, sumerios, cristianos, judios y musulmanes.

Por eso, cuando ya hace un tiempo que reposó la lectura de ese ensayo sobre la sinrazón humana, sigo mirando mi biblioteca un poco como el personaje de Auto de fe, aterrado por la sospecha de su desintegración, pero tentado siempre por el extravío de la locura destructora.
A veces, sólo se consuma el amor hacia aquello que se pierde, definitivamente.


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