martes, diciembre 20, 2005

Me pidieron -hace unos meses- para una selección de redactores en cierta revista -ni siquiera supe de qué tipo de revista se trataba- un artículo de mil palabras. Era una encerrona, pues, en principio, sólo se trataba de rellenar un inocente formulario; hasta que te topabas de bruces con esa exigencia. Casi nada, mil palabras. Así que, inasequible al desaliento, como dicen ahora los periodistas, me puse a pergeñar un artículo sobre el arte de hacer artículos. Y salió esto:

Un soneto me manda hacer Violante... ¿Cómo explicar con tanta brevedad un proceso de creación a veces tan complejo? Escribir un artículo requiere poner en marcha mil estrategias distintas (mil he dicho, como las palabras exigidas para este ensayo). En primer lugar, saber a quién va dirigido el artículo. No es lo mismo escribir para un adolescente que para un jubilado, ni lo mismo es escribir para una revista universitaria que para un newsletter de una compañía de impresoras. Una vez definido el lector es preciso atinar con el tono. El artículo puede ser profundo y exhaustivo, ligero, irónico, crítico, condescendiente, frustrado, sincero, cínico... Yo diría que hay tantos tonos posibles como estados de ánimo. De ahí que la maestría del articulista no sea escribir tal como lo siente, sino saber impostar el tono que mejor vaya con el artículo. Ya lo dijo Pessoa: el poeta es un fingidor; y el escritor de artículos es un poeta de lo cotidiano, un artista de la actualidad, un creador de obras efímeras que sólo debe aspirar a dejar un poso amable en el lector. Tenemos, pues, lector y tono; es el momento de trabajar el contenido. No hay temas difíciles en esta vida. En ocasiones, lo realmente complicado es hallar información sobre un determinado aspecto. Internet ha sido quizá la mejor herramienta de ayuda para salvar este escollo. Sin embargo, no todo el monte es orégano. Hay que discriminar la información para evitar que los árboles no nos dejen ver el bosque. Un buen artículo nunca se confecciona con el corta y pega. El lector actual ya no se deja engañar y sabe muy bien obtener información por su cuenta, de modo que es inútil venderle una ristra de datos que él mismo puede conseguir en menos tiempo que a mí me cuesta redactar este artículo. La información debe ser digerida y luego regurgitada. El escritor de artículos es una especie de camello que atraviesa los desiertos de la comunicación (nada más desalentador que una búsqueda en Google con 3 millones de resultados), para descansar en el oasis donde rumia todo cuanto su ávido estómago fue capaz de asimilar. Así, cuando se escribe un artículo, la información ya ha reposado en nuestro cerebro, ha pasado los filtros de la razón y del buen sentido, y está preparada para tomar forma ante el papel o la pantalla. Si este proceso se ha cumplido con éxito, tenemos ya medio ganado el sueldo, pues sólo nos queda esa labor de esculpido en palabras. He dicho sólo nos queda, pero ese sólo es, a veces, aterrador. Porque esculpir en palabras es el arte de escribir, y eso cuesta lo suyo. ¡Cuántas buenas ideas se han perdido porque quien había de transmitirlas era un pésimo comunicador! Y que me dicen de los malos redactores, con sus circunloquios y sus confusiones, sus idas y venidas sin un punto de llegada claro. Por no hablar de las faltas de ortografía, ¡horrible! El escritor de artículos debe sortear mil nuevos obstáculos (otra vez mil, me traiciona el subconsciente) a la hora de redactar y de poner en orden su información. Ya sabe el tono, el lector e incluso el contenido; ahora acomete la materia prima, esas palabras juguetonas que parecen decir lo contrario de lo que se quiere. Domarlas es su labor, reducirlas a un discurso claro y ordenado. ¡Qué fácil! Sí, para el primer artículo, o para los diez primeros, pero... ¿cómo no repetirte? ¿cómo conseguir que el lector, siempre exigente, siempre cruel, mantenga la atención si no ofreces un estilo variado en cada uno de tus artículos? Ahí está el quid. Es necesario que el articulista, además de camello, sea camaleón, que consiga disfrazarse y cambiar de estilo como de camisa, venderse siempre como un animal nuevo, aunque él mismo se considere ya un dinosaurio de la comunicación. Si llega al lector con cada artículo como si fuese el primero, como si cada texto fuese una veta nueva en el filón, el redactor habrá conseguido su propósito. Hay que reconocer que ciertos lectores gustan de determinados estilos; se solazan reconociendo determinadas formas de escribir. Eso vale para el escritor de novelas, o incluso, si me apuran mucho, para el articulista de opinión consagrado. Pero el humilde artesano de la palabra ha de conformarse con renovarse o morir. Ser el ave fénix de las publicaciones periódicas, surgir de la ceniza del número anterior redivivo en el nuevo. Solo con el lustre de la novedad se puede sobrevivir a la actualidad: los clásicos dormitan en las bibliotecas, no en los quioscos. Bien, ya sabemos que hay que redactar con un estilo siempre nuevo, siempre actual, siempre proteico. Ya hemos organizado nuestro discurso con las premisas anteriores. Ahora sólo queda pulirlo. El proceso de pulido depende en buena medida del tiempo de entrega. Si nos han pedido un artículo para entregarlo en un mes, lo normal es alcanzar los cinco o seis borradores. De hecho, cada vez que lo leamos, es lógico que cambiemos aquí un punto, allá un adverbio, acullá una cita. Si el periodo de entrega es de unas horas, la cosa se complica, pero no más allá de tener que releer con mayor premura lo escrito. Nunca debemos dar por definitiva una primera redacción, pues eso supone pecado de soberbia, además de un gran error de redacción. Lo ideal es que el texto madure un tiempo (¿horas, días?, depende... ) y que el redactor lo vigile con el celo de un estricto sommelier. Una vez decantadas las palabras, el artículo cobra una vida, a menudo, insospechada para el propio autor, que lo lee como algo ajeno, aunque bello. Si es esa la sensación, habremos conseguido nuestro propósito. Si no somos capaces de leer nuestro artículo como un objeto gratificante, todo el trabajo se irá al garete y habremos decepcionado al lector, al editor y a nosotros mismos (quizá, en estos casos, los mayores estafados son los propios autores, pues descubren su incapacidad de crear). Y al abrir la revista, ahí en un rinconcito, ese pequeño trozo de texto, sangre de nuestra sangre, que nos recuerda las siempre complicadas travesías por el desierto de la redacción.
Fin.

No volví a saber nada de los supuestos editores de la revista, a los que no sé si les cogería un mal dolor después de tanta elucubración. A ustedes espero que no les haya pasado lo mismo.

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